
La habitación de al lado: Almodóvar y la ternura del abismo
Por momentos, mirar una película de Pedro Almodóvar es como asomarse a un precipicio de terciopelo: uno siente la caída, pero el golpe llega envuelto en seda. La habitación de al lado, su nuevo largometraje —el primero en inglés y ganador del León de Oro en Venecia— no es la excepción. Desde el arranque, se presenta como un canto grave, pero nítido, a la muerte voluntaria, esa elección íntima que, lejos de cualquier estridencia, se desliza en el alma como la fiebre en el cuerpo enfermo: sin anunciarse, sin pedir permiso.
Esta vez, el director manchego se deja poseer por una serenidad que no mengua su intensidad. Como si hubiera sustituido la exuberancia de su primera época por una lucidez más corrosiva, más compasiva. Tilda Swinton —eterna esfinge de la melancolía— encarna a Martha, corresponsal de guerra que ha visto demasiadas fronteras para seguir obedeciendo las del cuerpo. Julianne Moore —tan frágil como un espejo que aún no se ha roto— da vida a Ingrid, escritora exitosa que vive temiendo el final como si fuera un error ortográfico que pudiera corregirse.
Ambas mujeres, nacidas en el mismo año, se reencuentran en una casa de campo. Lo que podría haber sido un drama de domingo en la televisión británica, en manos de Almodóvar se convierte en un duelo silencioso, un duelo de decisiones más que de emociones. Martha quiere morir. Ingrid debe acompañarla. Y entre las dos, la memoria se convierte en testigo y juez. ¿Hasta dónde llega el deber de un amigo? ¿Se puede acompañar a alguien hasta la última frontera sin cruzarla uno mismo?
La cinta, basada en la novela Cuál es tu tormento de Sigrid Nunez, se construye como una conversación ininterrumpida entre cuerpos que ya no se tocan y recuerdos que no piden perdón. Hay flashbacks que se deslizan como dedos por una cortina: suaves, pero inevitables. Hay también una escena con John Turturro que parece salida de una vieja confesión, donde el amor y el resentimiento no se contradicen, sino que conviven, como el vino y el veneno en una misma copa.
Almodóvar recurre a una paleta cromática que desafía a la parca: verdes imposibles, rojos que no sangran, púrpuras que no lloran. Y ahí está Eduard Grau, su director de fotografía, jugando con la luz como si la muerte fuera una lámpara encendida en la penumbra de un hospital. No hay morbo. No hay sermón. Solo hay una estética de la rendición. Hasta los objetos —una taza, un vestido, una cama— parecen saber que algo importante está por ocurrir, y lo esperan con dignidad.
La gran proeza de La habitación de al lado no es su audacia temática, sino su humildad narrativa. Almodóvar no grita, susurra. No impone, sugiere. No salva, acompaña. Y en ese gesto, profundamente humano, encuentra el verdadero corazón de su cine: mostrar que el fin puede ser también un gesto de amor. Que morir bien es una forma de vivir hasta el final. Y que quizá, sólo quizá, la amistad —como la muerte— también requiere valor.
Como los cuentos más trágicos, esta película no duele por lo que muestra, sino por lo que deja latiendo. Y así, como quien cierra la puerta de una habitación que ya no necesita, Almodóvar firma una de sus obras más sabias, más suaves, más estremecedoras. Una película que no clama, no suplica. Solo dice: estoy lista. Acompáñame.