
Jerry González: trance en la ciudad salvaje
El Bronx, mediados del siglo XX. Un niño con sangre de bomba y son montuno absorbe los ecos de Dizzy Gillespie y los latidos clandestinos de la Santería en callejones que huelen a gas. Jerry González no llegó al jazz. Lo invocó. Lo retorció. Le plantó una conga en el pecho y una trompeta en la tráquea hasta hacerlo hablar en lenguas. El resultado: una música que no pide permiso y no ofrece disculpas.
Jerry, con su inseparable hermano Andy, fue un médium entre Nueva York y Yoruba, entre Monk y Matanzas. Fundador del Grupo Folklórico y Experimental Nuevayorkino y más tarde la Fort Apache Band, conjuró un aquelarre sónico de 15 músicos que desbordaban armonía como sangre en una escena de Ginsberg. Su disco Rumba para Monk en 1988 no fue una grabación, fue un exorcismo. Un homenaje a Thelonious, sí, pero ejecutado en clave yoruba, con el ritmo tribal de Milton Cardona —el chamán del cuero— y la lucidez urbana de Steve Berrios golpeando los huesos del tambor hasta abrir portales.
Cardona, precisamente, fue otro poseso del mismo delirio. Desde las orquestas de Willie Colón hasta Bembé, su primer álbum solista, este conguero moldeó el jazz latino como un brujo tallando con clavos oxidados sobre madera vieja. Su carrera (700 grabaciones y contando desde el más allá) fue un mapa de la diáspora afrocubana que él convirtió en tambor, voz y salmo.
Y si hablamos de espíritus guía, ahí estuvo Mongo Santamaría. Más que precursor, fue un catalizador. El hombre que enseñó a Cardona a golpear con alma, el que convirtió “Watermelon Man” en himno ritual para las pistas de baile y las sesiones de heroína. Santamaría vivió entre orquestas, batás y clínicas de desintoxicación. Su conga cruzó más fronteras que la CIA.
Jerry, claro, llegó más lejos. Calle 54, el filme de Trueba, lo elevó a los altares. Pero fue Madrid su última guarida. Allí, con Los Piratas del Flamenco, se despojó de bajo y batería y se metió de lleno en la carne cruda del cante jondo con Diego el Cigala y Niño Josele. El jazz se arrodilló ante el duende.
Murió como vivió: entre humo y fuego. Un incendio en Lavapiés apagó su cuerpo pero no su pulsación. Sus discos siguen ahí, respirando. Golpeando. Jerry González no fue músico. Fue ritual. Fue Bronx. Fue conjuro. Fue jazz latino sin correa ni corbata.
Y si escuchas con atención, aún puedes oírlo al fondo de la calle, entre el humo y los ecos del tambor.