
El horror como encuentro: análisis comparativo de Los idiotas, de Conrad, y La gallina degollada, de Quiroga
El miedo es un espejo.
En Los idiotas, de Joseph Conrad, y La gallina degollada, de Horacio Quiroga, se despliega una visión del horror íntimamente ligada a la tragedia familiar, al fracaso del amor conyugal y al fracaso que representan los hijos en algunos matrimonios. Ambos relatos, separados por el tiempo y la geografía, se entrelazan por una línea narrativa común: el encuentro con el horror a través de la degradación física y mental de los descendientes.
A través de un enfoque comparativo, se evidencia cómo Quiroga reelabora ciertas claves narrativas del cuento de Conrad. Aunque ambos autores abordan el horror desde ángulos distintos, comparten una atmósfera enrarecida, marcada por el sufrimiento. En ambos casos, se retrata a una pareja joven cuya ilusión de formar una familia se ve rápidamente frustrada por la llegada de hijos con una condición degenerativa. Este fenómeno, lejos de unirlos, los empuja hacia el odio mutuo y, finalmente, a la tragedia.
En Los idiotas, Jean Pierre y Susana Bacadou experimentan una transformación profunda al enfrentar la realidad de que sus cuatro hijos padecen idiotez. La narración distante, muestra cómo la culpa mutua y el aislamiento social devoran a los personajes. La degradación progresiva de la familia culmina en un doble suicidio, mientras los hijos, ajenos a todo, vagan por los caminos como figuras espectrales.
En La gallina degollada, Quiroga eleva la crudeza. Aquí también hay una pareja desesperada por tener hijos sanos, y es recién con el nacimiento de Bertita que renace una chispa de esperanza. Esperanza que se habia perdido con el nacimiento de los cuatro hermanos que, sumidos en una idiotez animal.
Estos hermanos, victimas de tratos inhumanos, se obsesionan con los tintes rojos de la luna, y sumen a la familia en la tragedia cuando replican la escena matutina del sacrificio de una gallina y asesinan a la niña. La brutalidad se narra con una calma escalofriante.
Ambos cuentos pueden leerse bajo el concepto de “encuentro”. Este término remite al momento en que el lector, al leer un texto, descubre otra obra. Más allá del ejercicio teórico de la intertextualidad, el “encuentro” es también una experiencia estética, una conexión que despierta en el lector una reflexión sobre la poética del horror. Quiroga, al parecer, dialoga con Conrad desde la reescritura, sin necesidad de rendirse a la copia ni al homenaje explícito.
La distinción entre horror y terror resulta clave para comprender el impacto de estos cuentos. Según la definición de María Moliner, el terror se relaciona con el miedo súbito y visceral, mientras que el horror se vincula con la persistencia del mal, con aquello que, desde lo incomprensible, se instala en la cotidianidad y corrompe lo familiar. En ambos relatos, el horror es silencioso, casi ritual. No se trata del susto efímero, sino de la lenta revelación de una condena genética, una tara hereditaria que los personajes viven como una maldición griega.
Finalmente, el horror que comparten estos relatos no está solo en los actos atroces —el suicidio, el asesinato infantil—, sino en lo que representan: la incapacidad del ser humano de aceptar lo que escapa a su control, la ruptura del orden familiar, la soledad que deja el fracaso del amor y la muerte simbólica de la esperanza. Así, el horror se convierte en encuentro: entre textos, entre épocas, entre lectores, entre el arte y lo trágica que puede ser la condición humana, o mejor dicho, lo trágico que es lo que escapa de nuestro poder de cambio.