
Oscar Peterson: cien años de piano, virtuosismo y revolución
Montreal. 1925. Cuatro dedos golpeando un piano, un quinteto de fantasmas de Harlem flotando en la cabeza de un niño. Peterson. Nombre que retumba como metralla sobre teclas negras y blancas. Little Burgundy, barrio negro, calles que olían a carbón y esperanza, su padre enseñándole acordes mientras el mundo afuera lo ignoraba. Aprendió rápido, demasiado rápido, porque el jazz no espera a los cautelosos.

A los catorce, ya estaba en la radio, sonando en “Fifteen Minutes’ Piano Rambling” y “The Happy Gang” de CBC. Primeros registros de un virtuoso que no tendría tiempo de detenerse. Sus dedos se movían como proyectiles, cada nota calculada y a la vez salvaje, explosiva, una mezcla de técnica militar y caos controlado. Todo lo que tocaba era escucha obligatoria, los trios, los solos, las improvisaciones, cada riff un disparo que dejaba cicatrices auditivas.
Norman Granz lo descubrió como se descubre un arma en la oscuridad: de casualidad, en un taxi, y Peterson terminó en Carnegie Hall, improvisando con Ray Brown. Esa fue la detonación que lo lanzó al mundo. Después vinieron los escenarios de Nueva York, Europa, Japón. Trabajó con Fitzgerald, Armstrong, Basie. Cada concierto un atentado contra la mediocridad, cada solo un mapa de velocidad y precisión.

Peterson no se conformaba con tocar. Componía. Canadiana Suite, City Lights, Hymn to Freedom. Obras que eran balas de mensaje político y estético. Jazz con estructura, jazz con arquitectura, jazz con todo el peso de la civilización y la resistencia racial. Cada suite, cada concierto, era un manifiesto: no hay límites para el talento ni para los que escuchan.
El piano acústico era su pistola. El eléctrico, un juguete que miraba con curiosidad pero desdén. Peterson disparaba con cada tecla, no le importaba si otros tocaban dos horas sin apuntar, como Jarrett: “demasiado”, decía. Él iba al punto, el golpe justo, precisión quirúrgica con fuego interior. Lo técnico y lo emocional no se separaban; se abrazaban y se lanzaban al público.

Como maestro, fue implacable y generoso. York University, jóvenes pianistas, ensayos con invitados: Krall, Botos, Lofsky. Invitaciones a talleres, conexiones, empujones al límite de la creatividad. No complacía. Exigía escuchar, analizar, absorber, romperse y recomponerse. Cada alumno era un proyectil, cada consejo un disparo que abría caminos.
Raza negra, Canadá, prejuicio. Peterson lo atravesó todo con velocidad de metrónomo y la mirada fija. Su éxito internacional era evidencia de que el talento no reconoce fronteras. Su música habló por él, y sus declaraciones también: Hymn to Freedom se convirtió en himno no oficial del movimiento de derechos civiles. Con cada nota, con cada ritmo, atacaba el racismo con la precisión de un francotirador.

Su legado es un arsenal: más de 200 álbumes, ocho Grammys, colaboraciones con gigantes, piezas que se estudian como armas. C Jam Blues, You Look Good to Me, cada frase un curso de tiro con cadencia. Influyó a Hancock, Jones, Green, Sands, Alexander. Su sombra atraviesa generaciones como un tren nocturno que nadie puede detener.

Peterson vivía para el piano. Los trios le daban compañía, los solos le daban libertad absoluta. Podía lanzarse al vacío de la improvisación, sin cadenas, sin límites. Cada concierto era un combate contra el silencio. Cada grabación, una detonación. Escuchar a Peterson es sentir la pólvora del jazz, la velocidad de los dedos, el peso de la historia.
Y siempre Canadá, el hilo que lo conectaba a casa. Place St. Henri, Wheatland, Land of the Misty Giants. Cada pieza un retrato brutal, claro y directo, sin adornos innecesarios. Su patria no estaba en los monumentos ni en las banderas: estaba en las teclas, en las melodías, en la cadencia que disparaba a cada escucha con un mensaje simple: somos fuertes, somos visibles, somos talento.
A cien años de su nacimiento, Oscar Peterson no es nostalgia ni recuerdo polvoriento. Es el golpe del piano, el trazo de metrónomo, la explosión de técnica y alma combinadas. Sus dedos devoraron el jazz y dejaron un mapa de metralla para los que vienen después. Escuchen, transcriban, estudien, disparen sus propias notas. Porque eso es Peterson: velocidad, precisión, caos controlado, humanidad comprimida en 88 teclas.