
Chano Domínguez: Ni Jazz, ni flamenco, ni ostias
En una esquina oscura de Cádiz nació un niño que escuchaba a su padre perderse en el laberinto de espejos que es el flamenco. Sebastián Domínguez Lozano, alias Chano, encontró primero las teclas en un grupo de rock progresivo andaluz —Cai— donde el jazz era un espectro infiltrado entre guitarras eléctricas. Era 1978, años de humo denso, dictaduras que caían a golpes y música que buscaba grietas en los muros.

Cuando aquella banda se disolvió, Chano se refugió en otra criatura llamada Hixkadix y desde ahí ganó premios como si le pagaran por ello (lo que realmente así era). Pasaron bares pequeños, colaboraciones con Ruibal, Ana Belén, Tito Alcedo… el ecosistema del sur mezclando vino, política y canciones. En 1992 formó su trío con Javier Colina y Guillermo McGill: aquí se abrió la caja negra. El piano de Chano ya no sonaba español ni estadounidense, sino un híbrido eléctrico que se arrastraba y bailaba a la vez.
Flamenco y jazz, dos lenguas imposibles que él convirtió en un solo dialecto. Lo llamaron para Calle 54 de Fernando Trueba, compartió escenario con Paco de Lucía, Herbie Hancock, Wynton Marsalis. No era ya un pianista: era un médium que dejaba hablar a los muertos y a los vivos en las teclas.
En Brooklyn encontró otra guarida. Desde ahí lanza discos como Estándares o Chabem, este último nominado al Grammy Latino en 2023. Y entre giras y grabaciones, da clases en Juilliard y en universidades que lo observan como si trajera evangelios escritos en compás de bulería.
Premio Nacional de Músicas Actuales 2020, dicen. Yo digo: un alquimista que convirtió la frontera en melodía.