Jazz Mexicano

Dino Saluzzi: el hombre que hizo cantar al silencio

A veces la música no necesita hablar en voz alta. No requiere de arrebatos ni de virtuosismo ostentoso para conmovernos. A veces, basta con un susurro que brota desde lo más profundo del alma. Así es la música de Dino Saluzzi, ese hombre menudo del norte argentino que aprendió a domar el bandoneón como quien escucha el pulso de la tierra. En sus manos, ese instrumento tosco y nostálgico se vuelve algo distinto: una plegaria laica, una novela sin palabras.

Dino Saluzzi - ECM Records

Saluzzi nació en Campo Santo, Salta, en 1935, cuando el mundo aún creía en los viejos relatos nacionales. Su padre, Cayetano, fue una suerte de juglar popular, y fue en esa atmósfera de música rural y calor familiar donde Timoteo, que más tarde se haría llamar Dino, descubrió que el bandoneón podía decir más de lo que los libros callaban. Pronto migró a Buenos Aires, esa capital vibrante y caótica donde los sueños se desgastan, y allí alternó las orquestas de tango con las bohemias noches del jazz. Fue discípulo de Jacobo Ficher, pero su verdadera escuela fue la calle, los clubes, las madrugadas donde el arte se mezcla con el humo.

Lo que distingue a Saluzzi —y es esto lo que lo eleva por encima del simple ejecutante o del compositor talentoso— es su capacidad para convertir la memoria en forma musical. Si Astor Piazzolla rompió los moldes del tango, Dino los disolvió. No es modernista, ni clasicista: es un narrador. Un contador de historias que no necesita palabras, porque cada frase suya con el bandoneón parece venir de otro tiempo, de otro idioma.

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En los años ochenta, tras formar parte del grupo de George Gruntz, cruzó el Atlántico y encontró en Europa un hogar estético: ECM Records, ese sello que convirtió el silencio en una estética. Allí, Saluzzi no solo grabó discos memorables (Kultrum, Andina), sino que se integró en una comunidad de artistas que, como él, buscaban algo más que entretenimiento. Tocó con Charlie Haden, Enrico Rava, Charlie Mariano y hasta ocupó el lugar que Astor Piazzolla habría tenido junto a Al Di Meola, de no haber mediado la tragedia.

Pero Saluzzi no se conformó con la consagración internacional. Volvió a sus raíces, literal y simbólicamente, reuniendo a sus hermanos Félix y Celso, y a su hijo José María, en ese prodigio íntimo que es el Dino Saluzzi Group. Juntos grabaron, giraron como una unidad familiar y artística que trasciende lo anecdótico. Su música, entonces, no es solo obra: es legado.

Almodóvar lo incluyó en Todo sobre mi madre; la crítica europea lo reverencia desde hace décadas; y en su país, que durante tanto tiempo lo ignoró, finalmente se le rindió tributo con el Konex de Brillante. Pero acaso el mejor homenaje es escuchar su música en soledad, como cuando uno abre un libro. Porque si algo ha hecho Dino Saluzzi es convertir el bandoneón en literatura viva, en una forma de decirnos, sin decirlo, lo que realmente importa: que la belleza también puede ser callada.

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